Escrivá es profeta y maestro de "esa vocación universal a la santidad"

Es uno de los principales colaboradores del Papa Juan Pablo II en el gobierno de la Iglesia Universal. Es uruguayo y recuerda, a la vuelta de los años, la actualidad de lo que oía en su juventud cuando asistía a la primer residencia del Opus Dei en Montevideo.

El centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer y su canonización traen a la memoria un vivo sentimiento de acción de gracias.

Hay un designio bueno, desmesurado en la caridad, por el que la Providencia de Dios abraza la vida de cada persona, llamándola por su nombre. San Josemaría amaba hacerse eco de aquel texto de Isaías 43, 1: “Vocabi te nomine tuo”. Esa vocación impresa en la persona por el bautismo emerge como potente, persuasivo y atractivo llamamiento a través de una serie de circunstancias, acontecimientos y encuentros en los que la propia vida está entretejida y por los que queda especialmente iluminada. No se olvida a aquellas personas que fueron sorprendentemente significativas e importantes, en un determinado momento de la propia existencia, para adherir a tal vocación. Es buena ocasión hoy, pues, para dar testimonio de gratitud a las primeras cuatro personas, dos laicos y dos sacerdotes, que iniciaron la presencia del Opus Dei en Montevideo y que me hicieron conocer a Escrivá, padre y maestro de muchos en el camino de la santidad y del apostolado.

Mis tiempos de juventud son los de una generación que vive intensamente el gran acontecimiento del Concilio Ecuménico Vaticano II. Irrumpía entonces come singular novedad, era percibido como ráfaga de aire fresco, desataba entusiasmos y efervescencias, abundaban las lecturas teológicas y las noticias de los debates conciliares, todo parecía surcado por ímpetus de renovación. El don de la fe, que recibí en familia, sobre todo por el excepcional testimonio materno, cultivado en el Colegio y la Parroquia de San Juan Bautista, entonces arraigaba más hondamente y era experimentado, verificado, como respuesta sobreabundante a los anhelos de verdad y libertad, de belleza y justicia, que latían fuertes en muchos corazones juveniles.

En cada vuelta al país natal, advierto cómo lo que fue entonces una pequeña semilla (...) ha fructificado (...) para bien de la misión de la Iglesia en el Uruguay.

Recuerdo al amigo que, en la misma clase del Instituto de estudios preuniversitarios “Vázquez Acevedo” (IAVA), me invitó a una de aquellas “meditaciones de los sábados” en la Residencia “Iará”, en Bulevar Artigas y Canelones, que por tres años se me convirtieron en cita ineludible. Era la sede de la primera implantación del Opus Dei en nuestro país. Tengo muy presente la imagen del pequeño cuarto convertido en capilla ocasional, pronto imposibilitado de acoger a los muchos que se iban sumando para aquella cita y que iban ocupando progresivamente las habitaciones contiguas. Fueron años que recuerdo con mucha gratitud, por el calor de la amistad, las conversaciones a 360 grados sobre los más diversos intereses, la dirección espiritual, la educación a una disciplina para la oración... tantas veces recorriendo y saboreando los “puntos” de Camino, y muchas buenas lecturas de formación cristiana (el primer libro que entonces leí fue “El valor divino de lo humano”, que me causó fuerte impacto). En cada vuelta al país natal, advierto cómo lo que fue entonces una pequeña semilla lanzada en tierras a veces pedregosas pero en el fondo sedientas y hambrientas de Dios ha fructificado, por pura gracia, en tantas personas y familias, actividades y ambientes, obras y servicios, para bien de la misión de la Iglesia en el Uruguay.

Al mismo tiempo, la participación en la Juventud Estudiantil Católica nos lanzaba al ambiente del “IAVA” y después de la Universidad con fuerte ímpetu de presencia cristiana, testimonial, misionera, comprometida en el gremialismo de estudiantes, según los paradigmas de una militancia muy característica de esos tiempos de “engagement”, tentados por absorbente politización e ideologización que en la generación del 68 tuvieron su ápice.

¡Curiosa y providencial “síntesis” me tocó vivir! En el Opus Dei no es que se predicara un alejamiento de ambientes difíciles y conflictivos. La “residencia” no era alternativa de vida a la del propio ambiente. Por el contrario, San Josemaría insistió siempre que no era necesario abandonar el propio estado en el mundo para buscar a Dios, ya que “todos los caminos de la tierra pueden ser una ocasión para el encuentro con Cristo” (carta del 24/III/1930, n. 2). ¡Ningún tipo de encierro eclesiástico ni de repliegue de un espiritualismo desencarnado, ni de una “doble vida” en la separación “esquizofrénica” entre lo cristiano y lo secular! “Hijos míos, allí donde están vuestros hermanos, los hombres - afirmaba en una homilía pronunciada en el campus de la Universidad de Navarra el 8/X/1967 - allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres”. “Es posible ser del mundo - escribirá después Mons. Alvaro del Portillo - sin ser mundano” (“Romana”, boletín de la Prelatura del Opus Dei, 8, 1992, p. 31). Basta confiarse a la misericordia de Dios. La condición sine qua non pasa por aquella exhortación ineludible estampada en “Camino”, n. 584: “Enciende tu fe. No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive! Iesus Christus heri et hodie, ipse et in saecula – dice San Pablo – ¡Jesucristo, ayer, hoy y siempre!”. El encuentro con Jesucristo en la sacramentalidad de la Iglesia, en la fidelidad a sus enseñanzas custodiadas y trasmitidas por la tradición católica, en el diálogo cara a cara en la oración personal, ilumina y alimenta el reconocimiento de su Presencia a través de las cosas humanas, simples, ordinarias de la propia existencia, revelándose como la Verdad de la propia vida y camino de santidad y apostolado.

Es buena ocasión hoy para dar testimonio de gratitud a las primeras cuatro personas (...) que iniciaron la presencia del Opus Dei en Uruguay.

Dios nos conduce por caminos imprevisibles para nuestro bien. Muchos años después, en Roma, al servicio de la Santa Sede, ya como Subsecretario del Pontificio Consejo para los Laicos, en la imprescindible escucha de lo que el Espíritu de Dios enseña por boca del Sucesor de Pedro, por el don de profetas, maestros y testigos, y por los frutos de gracia que suscita en la vida de los fieles laicos, no podía no reencontrarme también con las enseñanzas y el testimonio de santidad de San Josemaría Escrivá de Balaguer a través de muchos de sus hijos y amigos.

¿Cómo no reconocer como anticipación profética de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, en el vasto y diversificado proceso de “promoción del laicado”, lo predicado y sembrado por el Padre Escrivá desde finales de segunda década del siglo XX? Escrivá de Balaguer es profeta y maestro de esa “vocación universal a la santidad” que el Concilio Vaticano II destacó como don objetivo y exigencia subjetiva de todos y cada uno de los bautizados, más allá de las frecuentes imágenes reductivas, caricaturales, de la santidad como “conquista” extraordinaria de una aristocracia espiritual retirada del mundo. No hay verdadera conversión de la persona ni auténtica renovación de la Iglesia, ni transformación del mundo en sentido más humano, si no provienen de un flujo de santidad. Tales recentramiento y revitalización son fundamentales. Es también gran propulsor de la eminente dignidad de los “christifideles laicos”, cuya vocación a la santidad hunde sus raíces en el bautismo, se alimenta por la vida sacramental y se expresa particularmente “en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas”, que no es mero dato exterior sino lugar teológico de realización de su vocación (cfr. CHL, 15, 16, 17). Es, en fin e inseparablemente, educador de la responsabilidad apostólica de todos los fieles, y en especial de los fieles laicos, en todos los ambientes y actividades en que les toca vivir, compartiendo el don gratuito que han recibido y que han experimentado como verdad, bien y belleza de la propia vida, testimoniando y anunciando las razones de su novedad y esperanza en medio del mundo.

¿Cómo no reconocer como anticipación profética de las enseñanzas del Concilio Vaticano II (...) lo predicado y sembrado por el Padre Escrivá.

San Josemaría Escrivá de Balaguer expresa y realiza un profundo arraigo en el misterio de la Encarnación, una iluminante experiencia y percepción del primado de la gracia, una renovada autoconciencia del ser de la Iglesia, de su misión, a la vez tan propias de la gran tradición católica, tan presentes en las enseñanzas del Concilio, tan destacadas por el Magisterio de la Iglesia y en especial por el actual pontífice. Creo que es pertinente imaginar al Santo saltando de gozo en el cielo al leer las páginas de la Carta apostólica “Novo Millennio Ineunte”... Su santa compañía e intercesión enriquece a toda la Iglesia, sostiene a la Obra y ayuda a renovar por doquier fecundos ímpetus de santidad y apostolado, para mayor alabanza de Dios y servicio a los hombres.

Guzmán M. Carriquiry Lecour, Subsecretario del Pontificio Consejo para los Laicos de la Santa Sede // Libro "San Josemaría y los uruguayos", año 2002